Historias de ciudad

Mirando sin mirar por el cristal, distraído. Y sin aviso un olor a manzana y peras y a mil frutas inunda el aire, y el aroma es caliente y potente. Es un aroma cuasi rojo, ruborizado que rebota en las paredes y en las cabezas de la gente, los (nos) envuelve y los (nos) marea. 

Al otro lado de la calle yace un carrito de agua, de esos sin más motor que el de los pedales de una bicicleta. Esta ahí tumbado en un charco de aromáticas y te, frutas cortadas en cuadritos y ollas de aluminio abolladas. Esta tirado en el suelo, igual que su dueño, que ni reacciona. Mira y no lo cree. Es una sensación irreal, se siente flotando, como si no fuera el quien se controla, como si su piel fuera plástica, insensible e independiente a su organismo. No puede ser. No puede ser.

Una fila de autos empieza a pitar. El semáforo ya ha cambiado, y el verde los excita, los vuelve locos. Quieren pasar por encima o por debajo del carrito de aromáticas, no importa porque van tarde. Los motores se aceleran, hay ahora un tufo a sangre y a guerra, humo, gris y negro, crispación en las manos sobre los volantes, perlas de sudor en las cabezas, entornan los ojos, algo va a ocurrir, se siente la tensión en el aire.

Solo una persona se enfrenta a la jauría. El más orgulloso de los indigentes y también el más empático. Ayuda a recoger las cascaras de frutas y las olletas, mira con reproche a los peatones y le da palmaditas en la espalda a quien todavía, en shock, no se siente las manos ni los pies.

Y entonces el bus en el que voy arranca y se aleja...

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