Más allá de la ruta de sal
Después de cruzar la ruta de sal, subiendo la colina de las flores
y los ladrillos de barro muy cocido, los cristales y los pinos, atravesando la
quebrada más fría y las luces más pálidas, por entre las paredes de árboles antiquísimos
y los caminos más solitarios, se encuentra el barrio de Juan.
Nadie está seguro de cuantos Juanes han
habido antes. Quizá un par, pero no mucho más que una decena. A lo mejor su
sobrenombre es solo una exageración casi mítica para impresionar: XXIII. Juan
XXIII.
Los colores inundan la vista aunque sea de
noche, aunque no haya luna. Cada casita tiene escaleras muy empinadas y tejas
salidas. Las calles son angostas, en algunos puntos no entran dos personas
caminando lado a lado. En los pastizales se escuchan los sonidos de unos
animalillos parecidos a la chicharra pero que se distinguen de ellas por
vanidad con un canto mucho más moderno, más abstracto, casi pop.
Es oloroso. Huele a mariguana. Huele a
cigarrillo y a smog. Huele a hierba.
Con los pies mojados se aprecia más el
caminar. Se disfrutan las rocas y las hojas del suelo. Con el pelo mojado se
aprecian más las caricias, se extrañan los abrazos. Con los ojos llorosos se
aprecian más los paisajes, se sienten más las historias y los rostros.
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