Agua, flores y barro

La menta y el perejil son más olorosos a las seis de la mañana. A esa hora también es más oloroso el chocolate.

Pocos madrugan tanto un sábado, en su mayoría juegan tenis en campos de arcilla o trotan saltando huecos y raíces en el concreto, mientras que solo unos pocos se sientan expectantes con pasto en la espalda y sol en la frente. Repisan y son Durmientes. 

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Una jauría de perros mojados y peludos se revuelcan a medio día. No toleran el limón, ni el maíz, ni el plátano: tanta felicidad puede causarles indigestión. En cambio, la chica del nombre de mes, que mide y corta madera con una mano y una sonrisa, no puede sino mejorar la circulación de aquel que la mire. De espaldas. De perfil. De frente. Con los ojos cerrados.

El reloj en su mano siempre marca las tres en punto.

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Los bloques de tierra compactada y los calentadores solares se ríen entre ellos, se tiran agua, se mojan. Las ovejas y las vacas intuyen que algo pasa, lo sienten en el ambiente. Puede ser una tormenta. Puede ser eléctrica. Puede ser el verano. Puede ser un estrago. 

Es una conexión cósmica y química entre seres, una colaboración especial y extraña, atemporal y dinámica, son muchas manos quemándose con luces ultravioletas, dedos que marcan metros y atornillan aglomerados industriales, sanduches, ensaladas y aguas de jengibre. Puede ser.

No. 

Es su pelo y son sus ojos




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