Delirium Tremens
Un día, en una de las películas que pasaban por las noches
en la televisión, vio a un hombre artificialmente cool. Era un papel todo escrito
para verse cool, hablar cool y, sobre todo, actuar cool. El hombre estaba
sentado en su auto bebiendo con parsimonia de un termo plástico con café, y un
mordiendo pacientemente un sándwich de pimiento.
A partir de ese día decidió que le gustaría el café, como
antes le habían gustado los cigarrillos y, en líneas generales, por las mismas razones.
Empezó a beber café instantáneo. Con leche y azúcar. Luego a
beber café de cafetería, solo con azúcar. Y después en café de oficina. Se
consiguió una cafetera italiana, de las que solo preparan la infusión con café molido. Se
lo bebía amargo. Todos los días, todas las noches.
Empezó a desarrollar una incontenible sed por el café. En la
lengua se le amontonaban las ampollas, hechas por las quemaduras de la bebida
hirviendo que, sin espacio, ahora crecían unas las unas encima de las otras. Sus noches se
hacían más cortas y sus sueños se reducían a unas pocas horas al día. El ansia
aumentaba.
La necesidad patológica de café crecía un poco cada hora. Era un deseo
incontrolable que se traducía en su cabeza a una reverberancia desesperante. -Café, café- pensaba. Se
gastaba lo poco y lo mucho que devengaba en paquetes de granos de café molido en cada variedad disponible en el mercado. Suave. Fuerte. Molido. Tostado. Verde. En helado.
Era presa de un deseo incontenible, uno que lo asfixiaba, que crecía,
que parecía que iba a cercenar su existencia de raíz. Que lo empujaba a la
psicosis, desesperándolo y despeinándolo. Que lo obligaba a rechinar los dientes con una fuerza incontrolable. La
abstinencia del líquido lo hacía desvariar, lo situaba al borde mismo de un
abismo, del colapso absoluto, del fin absoluto, de su ruina y su perdición,
...
Hasta que se encontró con un par de ojos magnéticos y una
media sonrisa.
Los síntomas nunca llegaron a desaparecer, solo cambiaron de
causa.
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