Oliverio

Era un buen tipo, Oliverio. De los que tienden la cama todos los días y siempre lavan los platos que ensucian.

Por las mañanas y antes incluso de que saliera el sol, solía salir a trotar al parque. Era un tipo saludable, Oliverio. Además, le gustaban casi todas las ensaladas, siempre y cuando no tuvieran remolacha.

Leía cuanto cayera en sus manos: La prensa, revistas, recetas de cocina, envases de champú, instrucciones para el uso de los electrodomésticos y, obvio, mucha literatura. Era un tipo culto, Oliverio.

No era muy dado a organizar ni a participar en fiestas. Era un tipo solitario, Oliverio. Prefería gastar sus tardes escuchando música clásica, pues el rock lo ponía nervioso.

Sus instantes de mayor actividad y capacidad creativa solían ocurrir en la noche, y particularmente cuando en el cielo había luna creciente. Era un tipo con tendencia al insomnio, Oliverio.

No era un artista particularmente dotado. Sus pinturas eran bastante mediocres y sus esculturas poco originales. Pero tenía un talento natural para tocar el órgano. Tenía alma de músico, Oliverio.

No iba a la iglesia, y no creía ni en Buda ni en Brahma. Era ateo, de todos y con todos. Por esa misma razón no se ganó nunca la confianza de sus vecinos. Era un tipo posmoderno, Oliverio.

Vivía en un pequeño castillo, coronando una pequeña colina, a las afueras de un pequeño pueblo, herencia de un tío abuelo que había sido conde. Un castillo lúgubre y gris, rodeado por plantas secas y marchitas, pues no era un buen jardinero, Oliverio.

Una mañana despertó con un agudo dolor de pecho, una camisa entrapada en sangre y una estaca en el corazón. No es que fuera un vampiro, pero es que el cura del pequeño pueblo era especialmente prevenido. Y que culpa, si es que era un tipo intimidante, Oliverio.

Todas sus poseciones materiales quedaron expresamente a nombre de los ancianos abandonados del pueblo en su testamento. Si, era un buen tipo, Oliverio.


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