Reducción, o acto de reducir
Me ahogué en medio de la temporalmente justificada intrascendencia de mi
existencia.
Había algo que era grande. O más que grande, era algo directamente gigante. Era enorme. Pero de repente un día fue pequeño.
Ahora creo en la transmutación de los elementos. Creo en la alquimia, en el éter, en el eterno devenir. Un día se es, y ya al otro no. Cambiamos, cambiaré, cambió. Ser conscientes o no de los cambios no es siquiera la parte más complicada. Lo es sabernos impotentes ante el cambio, como lo sería a su vez sabernos condenados a no cambiar.
Imbuidos en el flujo del tiempo, incluso nos parece que estamos en un estado de quietud. Si todo se mueve a la misma velocidad que nosotros mismos, entonces todo parece estático. Es la decisión consciente de percibir el cambio la que nos permite, en primer lugar, vislumbrar que a pesar de la ilusión óptica, nada es inmutable.
Frente a la ventana más grande del cuarto más arrugado del corazón, es la memoria la que abre la posibilidad compararnos en dos espacios diferentes de ese flujo temporal, de lo que fuimos y de lo que somos. Y a veces es increíble reconocernos visitando los infiernos, los cielos y los purgatorios de nuestras vidas pasadas, las que fueron pero ya no son. Vidas que ahora se cuelgan sobre las paredes de esa misma habitación arrugada, como medallas. La medalla de la infancia, la medalla de una vieja amistad, la medalla de un amor. El símbolo de una victoria o de una derrota, la conmemoración de un momento que es importante por el momento en sí mismo, pero no por la medalla, que bien podría estar compuesta de papel aluminio. Pero ahora, ¿qué hacemos con esas oxidadas reliquias del pasado?
Enfrentados a las imágenes tan increíblemente apoteósicas, magnificadas y a veces distorsionadas, es apenas inevitable sentirse pequeño. Sentirnos pequeños. Todo lo que alguna vez existió ahora se encuentra ahí, condensado en un pedazo de metal sin bruñir. Es una reducción un poco penosa, como avergonzada, pidiendo perdón por lo que ahora es. Y más avergonzados aun nos sentimos nosotros de reconocernos allí, absolutamente contenidos. Una reducción de nosotros mismos, como una salsa.
Es eso lo que me parece lo más deprimente ser reducido a un recuerdo. Pero, puestos a elegir, por lo menos dejadnos ser reducidos a un buen recuerdo.
La ventana más grande no se ve tan grande cuando no tomamos la obligación de limpiarla y de ver las afueras con mas claridad, con menos dolor, con mas reflexión no ante la derrota sino ante la enseñanza y objetivos que cada partícula de segundo nos dejó en el momento acordado. Me pregunto entonces, si a partir del recuerdo nacen flores y ramas, ¿con las medallas entonces podemos hacer compostaje?.
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