El hombre sin sol en la piel
El hombre sin sol en la piel nació un día de lluvia, marchito y oscuro. Nació como el día mismo, igual de húmedo, en medio de un llanto que empapaba sus mejillas. Goterones de agua salada emparamaban sus cobijas, que se empozaban en ligeros charcos dentro de los que se hundirían sus pensamientos durante el resto de su efímera existencia. Se regaba en el suelo como un riachuelo, con un sonido como de sifón de baño.
El hombre sin sol en la piel tragaba saliva con dolor cuando se preguntaba por su vida. Sus sentidos, aunque adormilados y aun distorsionados, percibían algunos estímulos del mundo exterior. Veía como rodeado de un cristal sucio, escuchaba como a través de una caracola de mar, olía como cuando se tiene la gripe, degustaba como con la lengua quemada y con las placas de cocodrilo que le recubrían su cuerpo apenas si distinguía entre lo áspero y lo duro.
-La vida,- decía, -que será de mi vida-.
El hombre sin sol en la piel no caminaba. Rodaba. Esperaba pacientemente sentado a que soplara el viento, para recién entonces iniciar con su trastabilleo circular. Un bote, un paso. Deambulaba sin la capacidad de decidir parar, siendo entonces la duración de sus paseos imposible de determinar de antemano. A veces era el viento, el que simplemente dejaba de soplar. A veces era una grieta en el suelo el fin de sus recorridos, en la que él impotentemente se desbarrancaba hasta atorarse. Y entonces se acostaba a dormir.
El hombre sin sol en la piel vivió, pero fue como si no. Un buen día simplemente amaneció seco, como lo atestiguaron las placas de su cuerpo descascaradas y quebradas en el suelo. Solo le sobrevivió un bulbo vegetal que le brotaba de atrás de lo que parecía su cabeza, sobre la coronilla. El hombre sin sol en la piel resultó menos hombre que todos. El hombre sin sol en la piel resultó más semilla que cualquiera.
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