Elogio del insomnio (2)

2. Una noche dentro de la noche




Hace algunos años, al hacer mi historia clínica, un médico de vías respiratorias, el doctor Samuel Levy Pinto, le preguntó a mi esposa que si yo roncaba. Ella hizo una cara que de pronto me preocupó muchísimo. En su silencio, en su sorpresa, me vi retratado como un monstruo nocturno de rugidos insoportables.


Recordé a los grandes roncadores de la familia. Mi abuela, que era violentamente despertada por su propio escándalo como si fuera ajeno; mi padre, cuya respiración nocturna llegaba a ser lo contrario de su dulzura cotidiana y anunciaba, desde siempre, su triste final ahogado y disminuido entre las manos de un despiadado enfisema; y el padre de mi esposa, al que oíamos desde la calle cuando éramos novios y llegábamos muy tarde. Su ronquido descomunal era la señal favorable para que ella entrara a su casa ahorrándose regaños.


Pero la sorpresa de mi esposa en aquel consultorio no se debía a que yo roncara monstruosamente sino a otra de mis patologías, una que es un poco menos ruidosa. Aunque no totalmente callada. Mi insomnio. Con la pregunta del doctor ella estaba dándose cuenta, en ese mismo instante, de una realidad aplastante por sorpresiva para una pareja que ha compartido meticulosamente trabajo y ocio durante varias décadas: después de más de treinta años de dormir juntos ella casi nunca había estado despierta mientras yo dormía. No podía saber si yo roncaba.


El doctor opinó que si yo roncara gravemente la hubiera despertado de cualquier modo y ella lo sabría. Pero de pronto, tuve conciencia de que yo era, en una oscura región del tiempo, un desconocido. Para ella y para mí. Comencé a preocuparme por la posible gravedad de mi insomnio. Quería saber sus consecuencias. Otro médico me dijo que no era grave dormir poco si no me sentía cansado al día siguiente. Como es mi caso. Cuando al amanecer estoy cansado duermo más y listo. Me dijo que cada quien tiene programada genéticamente una cuota de sueño que necesita y que por lo visto la mía era muy baja. Pero otro médico más me dijo que era malísimo dormir poco, que seguramente eso me haría vivir menos. Me recetó más ejercicio para llegar agotado a la noche; y toneladas de pastillas para dormir que nunca tomé. Hacer más ejercicio me ha dado más energía en vez de quitármela y no me hace caer como el doctor lo supuso. Si de algo puedo estar seguro es de que dormir poco no me quita el sueño.


¿No es una de las pocas certezas de la vida que todo acaba tarde o temprano? Que el cuerpo tiene límites y siempre se desploma en sus abismos. Que lo que no queramos darle, reposo por ejemplo, el cuerpo lo toma siempre, cuando puede y a su manera.


Algunas veces, muy pocas, mi insomnio ha estado impregnado de una sensación desagradable: un problema en el trabajo o en la casa, algo que parece insoluble, situaciones de mala salud en la familia, la certeza de un encuentro indeseable al día siguiente o una tarea molesta que deberé llevar a cabo.


Pero nunca he confundido mi falta de sueño con el posible horror que algunas veces ha podido habitarla. Y sobre todo no se me ha ocurrido la peregrina idea, que escucho con frecuencia, de pensar que tomando pastillas para dormir se aligera el problema vital que habita algunos de mis desvelos.


Si algunas personas sienten que, más que habitar sus insomnios, la angustia los causa, con menos razón se soluciona el problema tan sólo durmiendo a la fuerza. El insomnio, me parece, es síntoma y no origen, aunque se le trata como el corazón de la enfermedad. El insomnio es así, con mucha frecuencia, víctima de un equívoco que lo demoniza, que lo hace parecer culpable de males que no debe. El insomnio es un gran incomprendido. Es muy difícil que la gente aprenda a gozarlo en vez de sufrirlo. Esto que digo va en contra de la opinión y el conocimiento de muchos especialistas. Pero no encuentro, en cientos de páginas sobre el insomnio, nada que me diga que no es un síntoma, tal vez crónico y dañino en su persistencia pero siempre causado por otra cosa que muy pocas veces se ataca de frente.


Me pareció muy interesante por extraña y poco estudiada una forma de insomnio muy frecuente que consiste en una necesidad absoluta de rascarse la pierna cada vez que uno comienza a dormirse. Se le conoce como “el síndrome de la pierna nerviosa” y según un médico canadiense, Alex Desautels, quien lo estudia en la Universidad de Montreal, este tipo de insomnio tiene origen genético. Afecta, dice una noticia de EFE, al quince por ciento de la población estadounidense. Me imagino que se refiere al quince por ciento de la población insomniaca en ese país y no a toda la población. La comezón muchas veces se convierte en irritación aguda y enrojecimiento. Quienes lo padecen tienen que levantarse con frecuencia de la cama y caminar. En Montreal lo han localizado con mayor abundancia en familias francocanadienses de las que analizan actualmente el adn. Y, por supuesto, muchas de las 276 personas estudiadas por el doctor Desautels habían recibido de otros médicos pastillas para dormir que nunca tranquilizaron a una sola de esas 276 piernas inquietas.


Leo sobre el insomnio casos de los que me siento totalmente lejano. Si eso es insomnio lo mío seguramente no lo es. Hay cuadros que me parecen aterradores: van del cansancio simple al suicidio. Muchos insomnes comienzan el día agotados, tristes. Se sienten encarnación de la desdicha. Tienen una propensión a la depresión que despierta en muchas ocasiones el deseo obsesivo de quitarse la vida. Pero ¿es de verdad el insomnio el que crea esa propensión al suicidio o solo le otorga su dramatismo nocturno, su precipicio perfecto?


Las descripciones clínicas hablan con frecuencia de pastillas para dormir que en vez de acabar con el insomnio lo multiplican. Como si éste fuera un ser extraterrestre que se va apoderando del cuerpo invadido. En algunos casos se pierde la memoria de manera irreversible como efecto lateral de los somníferos. Se crea una dependencia con los medicamentos y el problema crece en un desmesurado círculo vicioso. El trastorno de origen no se toca y ya el pobre insomnio sufre elefantiasis de cargos en su contra. Desde mi punto de vista desvelado parece muy simple: una situación angustiante que induce a no dormir nunca se soluciona durmiendo a la fuerza.


¿Existe algún doctor extravagante que pueda hacer la defensa clínica del insomnio? Sí existe: un investigador disidente de lo que mayoritariamente se cree sobre el insomnio, el doctor Hopkins de la Universidad de Stanford, escribe: “Dios salve a quienes padecen insomnio de caer en manos de médicos que nunca lo han querido comprender desde dentro y que no saben verlo sin condenarlo al fuego químico. Médicos que actúan como exorcistas quemando el cuerpo de sus pacientes con somníferos pesados que nunca tocan lo que, detrás de todo, crea la infelicidad de esas personas tan despiertas, y tan capaces, en muchos casos, de ser felices de día y también de noche”.


Hay patologías que nos ayudan a vivir y otras que nos destruyen. Siempre he creído que el insomnio multiplica mis sentidos, mi presencia en el mundo y la presencia del mundo en mí. Ahora, pasados mis cincuenta años, miro con nostalgia los días en los que podía pasar una o dos y hasta tres noches sin dormir, tal vez escribiendo. El cuerpo me muestra su edad interrumpiendo mi delirio feliz y obligándome a hundirme cada vez más en el sueño. El sueño avanza en la edad del cuerpo como un ejército de hormigas. Pero hasta eso tengo que aceptar como una condición más del insomnio, su súbito retiro. Es un regalo que tarde o temprano cada noche se desvanece.


La noche no es lo contrario del día, ni siquiera su continuidad, sino su parte interna, como en una bolsa de tela. Metemos en ella la mano y gracias al tacto del insomnio podemos conocer lo que los ojos sin luz no verían: cosas inesperadas que alimentan nuestros asombros. Pero incluso nuestra visión del exterior de esa bolsa, nuestra visión del día, estará radical y felizmente modificada por lo que vamos descubriendo dentro con las manos del insomnio.


Alberto Ruy-Sánchez en El Malpensante

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