Los dueños del mundo (III)
"Cuando garanticemos la vida,
podremos mamar gallo".
Ajeno a sobornos, intimidaciones y micotráficos (si, al tráfico de
micos), existe un hombre que confía en las personas. Que enseña por el placer
de enseñar, que ríe y se emociona ante las ideas más locas, siempre y cuando él
haga parte de ellas. Que se pone capas de Superman y quesos en la cabeza, que
acuña el término de "asaltos pedagógicos" y que se baja los
pantalones.
"Una regla básica de cortesía entre camaleones
es que cuando entre ellos mismos cambian de color, cierran los ojos y fingen no darse
cuenta de la transformación".
En ocasiones, el nombre que un padre llega a escoger para su hijo en su
nacimiento, no parece encajar ni con su cara ni con su ser. A Antanas, ningún
otro nombre en el mundo le haría justicia. Hace días lo vi por televisión,
rockeando y saltando en un parque junto a otras casi trescientas cincuenta mil
personas, con su profunda sonrisa y sus ojos empañados de inocencia infantil.
Antanas, el roquero, el anarquista, el punk.
"Soy el presidente de mi comité de autogoles. Me gusta sabotearme. Me causa una infinita curiosidad. No hay nada más lindo que ser un tonto, un tonto útil".
Tembloroso y tartamudo, de sus cuerdas vocales y de sus poros se
desborda la imaginación y la vida, como si no cupiera dentro de él, como si
estuviera a segundos de estallar, sin dejar ni un par huesos regados en el
suelo, solo unos anteojos redondos sobre un charco de pintura verde. Me da la impresión
de que en algún punto de su vida y por accidente descubrió el sentido de la
vida. Que le dio risa. Que no era tan importante.
"Yo creo que todos los colombianos deberíamos
salir sonriendo en la cédula".
No suelo confiar en las personas. Pero de vez en cuando un humano llega y demuestra que la vida es una fiesta, y que vale la pena vivirla. Yo a él si le creo.
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