Nota 1

Miércoles:

Errante era un adjetivo que aplicaba para mi caso, y en especial cuando recorría las calles en esas tardes capitalinas donde no se respiraba aire, sino una mezcla a partes iguales de vapor de agua y smog.

Pisaba los andenes cargados de grietas y fisuras que contenían cada una un espejo de agua, cada uno reflejando un mundo semejante e inverso al que la experiencia se había encargado de mostrarme. Eran en conjunto un tapiz de universos de bronce encapsulados.

Fue el camino quien me bautizó, de errante, de tanto buscar bajo las rocas a la piel y los huesos de una ciudad sin corazón ni memoria.

Más que errante, vagabundo.

No sé si detrás de cada huella que dejaba existía la inconsciente esperanza, ingenua y absurda, de llegar a donde tu estuvieras, perdida, como yo. Porque la gente como nosotros, sin alma, es incapaz de mantenerse mucho tiempo en un solo lugar.

Y sin buscarte me empape de emociones y pensamientos, todos juntos, unos sobre los otros, como un pastel, como un hojaldre de sensaciones, como un milhojas: Tú, una capa de arequipe y yo.

A los vagabundos los quema un sol atómico, un cielo nuclear, las estrellas ultravioletas. No es de extrañar que eventualmente los pies adquirieran vida propia, tras tanto caminar sobre un suelo radioactivo.

Caminaba ligero, sin equipaje, sin nada, nada más que tu recuerdo.


Yo solo vagabundeaba...

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