Bogotá, domingos y poetas (II)
A veces, por un prurito de equidad, se le ocurría que tal vez Henna también pensaba y sentía cosas, por su lado, y le daba una palmadita fraternal en las nalgas. - Pero el de justicia es un concepto que implica relación, comparación de estados. Aquí estoy yo de espaldas, siendo injusto con ella por no hacerle el amor tanto como ella quiere -y ahí detrás está ella, haciendo ruidos ridículos y caricias obscenas para que yo le haga el amor, siendo injusta conmigo por obligarme al coito sin ganas, a la fuerza. Siendo injusto con ella por no decirle que se vaya, que ya no la soporto. Siendo injusta conmigo por quedarse, por no querer darse cuenta de que no la soporto. La una con la otra, nuestras dos injusticias se neutralizan. Pero eso no es justicia.
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Respirando con orden, pausadamente, sin precipitación, intentando seguir las complejas instrucciones respiratorias de los yogas tántricos: poco a poco desciende el ritmo cardíaco, se apaciguan las glándulas, el cerebro deja de latir, se mantienen apenas, amortiguadas, las funciones más simples de la vida vegetativa. Se queda quieto el ojo, ennublada la córnea. No busques la felicidad: conténtate con evitar el sufrimiento.
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Afuera espera el mundo, todavía inmaculado, nuevo, sin nombrar. Henna no es Henna todavía. ¿Qué es aquello? ¿Esas moles en punta, coronadas de un fleco de eucaliptos? Son los cerros. De izquierda a derecha, de norte a sur, La Moya, Piedra Ballena, el Loro, Monserrate, con el milagroso santuario de Nuestro Señor del mismo nombre, y el boquerón por donde sopla el viento de los páramos de Cruz Verde y La Viga; y después Guadalupe, también con su santuario, pero este de Nuestra Señora y menos milagroso. Esos altos edificios de cristal y ladrillo que se ven más arriba de la cota seiscientos son edificios fantasmas, prohibidos severamente por las reglamentaciones catastrales, defendidos por celadores privados armados de escopeta. Y esas barriadas escalonadas de casuchas, al sur, también prohibidas, y perseguidas duramente por el acueducto y por la policía, son barriadas fantasmas: el
Paraíso, tal vez Las Colinas. Las llagas amarillas que devoran los cerros, donde antes hubo encenillos y arrayanes, y robles y cerezos, cedros y borracheros y altas palmas de cera, se llaman areneras, receberas, chircales. También está prohibida su existencia. ¿Y abajo? Esto es un parque. Frondas mezquinas, palmeras esmirriadas y tristes en el frío sabanero, negras de gasolina: son palmas bobas o quizás falsas palmas de la Nueva Zelandia, o a lo mejor papayos. Los pinos polvorientos son pinos candelabros, posiblemente traídos del Tirol. Y esos de tronco rojo, de cortezas llagadas, de ramas de plata rumorosa, son traídos de Australia: se llaman eucaliptos. Esos, de un verde claro y dulce, sauces: vinieron del Japón. La gentecita sucia y triste que se afana debajo recibe el nombre anglosajón de hippies, pero es gente de aquí: venden artesanías rudimentarias, pequeñas porquerías de cuero y lata, alambritos trenzados, cuadritos de colores, cinturones de crin. Esos otros, al pie de los semáforos, los que venden cartones de Marlboro, llevan el nombre galicado de gamines. Algunos venden también piñas, y en ocasiones aguacates, que es ese fruto verdinegro que está palpando con tres dedos la señora que va en el Renault 4, el carro colombiano. Y esas motocicletas son Hondas, Yamahas, Kawasakis: los que las montan son llamados los asesinos de la moto, y suelen ir armados con metralletas Uzi, una marca israelí.
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Nada de todo eso existe, sin embargo. El porte de armas de guerra está prohibido con rigor, como lo están la venta de Marlboro y la importación de Kawasakis. Nada de lo que veo es cierto. Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto. Tuvo un río alguna vez, que se llamó primero Vicachá, y luego San Francisco. Y más al sur, el Fucha o San Cristóbal. Y por no ver reflejada su imagen en su río lo encorsetó en un caño de cemento y lo escondió bajo una calle, lejos, lo convirtió en alcantarilla atascada de carroñas de perros y de niños. Bogotá. Esa ge que se queda en el gaznate, exigiendo una tos, un carraspeo. Esa ge que limpia la garganta como para soltar después algo importante, cuando es sólo un otá lo que viene, casi como un "perdón: qué más quieren ustedes..."
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Respirando con orden, pausadamente, sin precipitación, intentando seguir las complejas instrucciones respiratorias de los yogas tántricos: poco a poco desciende el ritmo cardíaco, se apaciguan las glándulas, el cerebro deja de latir, se mantienen apenas, amortiguadas, las funciones más simples de la vida vegetativa. Se queda quieto el ojo, ennublada la córnea. No busques la felicidad: conténtate con evitar el sufrimiento.
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Afuera espera el mundo, todavía inmaculado, nuevo, sin nombrar. Henna no es Henna todavía. ¿Qué es aquello? ¿Esas moles en punta, coronadas de un fleco de eucaliptos? Son los cerros. De izquierda a derecha, de norte a sur, La Moya, Piedra Ballena, el Loro, Monserrate, con el milagroso santuario de Nuestro Señor del mismo nombre, y el boquerón por donde sopla el viento de los páramos de Cruz Verde y La Viga; y después Guadalupe, también con su santuario, pero este de Nuestra Señora y menos milagroso. Esos altos edificios de cristal y ladrillo que se ven más arriba de la cota seiscientos son edificios fantasmas, prohibidos severamente por las reglamentaciones catastrales, defendidos por celadores privados armados de escopeta. Y esas barriadas escalonadas de casuchas, al sur, también prohibidas, y perseguidas duramente por el acueducto y por la policía, son barriadas fantasmas: el
Paraíso, tal vez Las Colinas. Las llagas amarillas que devoran los cerros, donde antes hubo encenillos y arrayanes, y robles y cerezos, cedros y borracheros y altas palmas de cera, se llaman areneras, receberas, chircales. También está prohibida su existencia. ¿Y abajo? Esto es un parque. Frondas mezquinas, palmeras esmirriadas y tristes en el frío sabanero, negras de gasolina: son palmas bobas o quizás falsas palmas de la Nueva Zelandia, o a lo mejor papayos. Los pinos polvorientos son pinos candelabros, posiblemente traídos del Tirol. Y esos de tronco rojo, de cortezas llagadas, de ramas de plata rumorosa, son traídos de Australia: se llaman eucaliptos. Esos, de un verde claro y dulce, sauces: vinieron del Japón. La gentecita sucia y triste que se afana debajo recibe el nombre anglosajón de hippies, pero es gente de aquí: venden artesanías rudimentarias, pequeñas porquerías de cuero y lata, alambritos trenzados, cuadritos de colores, cinturones de crin. Esos otros, al pie de los semáforos, los que venden cartones de Marlboro, llevan el nombre galicado de gamines. Algunos venden también piñas, y en ocasiones aguacates, que es ese fruto verdinegro que está palpando con tres dedos la señora que va en el Renault 4, el carro colombiano. Y esas motocicletas son Hondas, Yamahas, Kawasakis: los que las montan son llamados los asesinos de la moto, y suelen ir armados con metralletas Uzi, una marca israelí.
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Nada de todo eso existe, sin embargo. El porte de armas de guerra está prohibido con rigor, como lo están la venta de Marlboro y la importación de Kawasakis. Nada de lo que veo es cierto. Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto. Tuvo un río alguna vez, que se llamó primero Vicachá, y luego San Francisco. Y más al sur, el Fucha o San Cristóbal. Y por no ver reflejada su imagen en su río lo encorsetó en un caño de cemento y lo escondió bajo una calle, lejos, lo convirtió en alcantarilla atascada de carroñas de perros y de niños. Bogotá. Esa ge que se queda en el gaznate, exigiendo una tos, un carraspeo. Esa ge que limpia la garganta como para soltar después algo importante, cuando es sólo un otá lo que viene, casi como un "perdón: qué más quieren ustedes..."
Fragmentos de "Sin Remedio"
Antonio Caballero
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