Bogotá, domingos y poetas (III)
Además yo no voy a cine por la comodidad del teatro, sino por la calidad de la película.
- Claro: es que usted está pensando en ir a uno de esos clásicos del cine que dan en la Cinemateca: unas películas jartísimas en que nunca pasa nada.
- Henna, no sé, le juro, cálmese.
- ¿Pero no eramos felices?
- No. Sí. No sé, -El llanto le rodaba por las mejillas brillantes, calientes, hinchadas. Cuánta agua cabe en un cuerpo, es increíble.
Murmullos de animal acuático, de mamífero anfibio, sorber de mocos, hipos, regurgitar de salivas, ingurgitar de salivas recogidas con ruido de succión, pasar de salivas por la garganta con un fragor de
rápidos, de rompientes.
Hundir el brazo hasta el codo en la caverna de su sexo aborrecido, descuajar de un tirón las vísceras azules, arrancar la matriz con todos sus tentáculos de carne, con todas sus raíces y todos sus apéndices, sus cuellos vivos que vomitan sangre, sus bolsas membranosas, sus ovarios, sus trompas de Falopio, sus cuernos movedizos, retráctiles, viscosos, erizados de ventosas redondas que se despegan de los dedos con un ruido de besos, desgarrar sus tejidos resbalosos, clavar las uñas en la mucosa púrpura, sentir que se desgranan los collares de óvulos traslúcidos como huevos de rana, que se enroscan las lenguas, los goteantes canales desgajados, las mangueras de piel morada y áspera, relucientes, tapizadas de nácar, presionar con las yemas de los dedos para hacer estallar las pequeñas vejigas hechas de gelatina, el ciego caracol del clítoris, los ramilletes vibrátiles de nervios, las excrecencias rosas, escurridizas, las múltiples cabezas tumefactas, los nudosos muñones escarlatas, lustrosos, lubricados por jugos pegajosos y tibios que escurren por la muñeca y por el antebrazo, que gotean desde el codo: dejar que se retuerzan en el puño como una masa viva de serpientes. Y de un seco tirón voltear el sangriento despojo como un guante, como se mata un pulpo.
El jardín era verde, entre el follaje de los árboles se filtraban anchas cintas de sol, charcos de luz en el prado cortado, en los macizos de flores.
- ¡Leonor! -reprochó monseñor Boterito Jaramillo con voz cavernosa. Parecía que se le fuera a rasgar lagarganta de un momento a otro. Escobar se esforzaba por no carraspear involuntariamente, como si el canceroso fuera él.
- En latín, claro -siguió doña Leonor. Y le explicó a Escobar: - Tú sabes que monseñor
Boterito me consiguió una dispensa especial del Papa para oír misa en latín. En español me suena de una ordinariez...
¿Qué hacía él ahí, a dónde se dejaba llevar, en ancas de esa moto como una doncella rescatada? A lo mejor tenía razón Ana María: todo le daba igual: cabalgar en moto rumbo a lo desconocido, ensordecido por el viento, o cenar en casa de su madre con monseñor Botero Jaramillo. La misma aceptación, la misma falta de entusiasmo. Inerte. Disponible. Libre como el viento. Como una piedra. Libre o inerte, daba lo mismo.
- Ya le dije: deje de hacer metáforas.
Federico tenía los ojos rojos de sangre.
- Hacer metáforas es mejor que hacer cosas. Se cansa uno menos, y se gana tiempo, y al final da lo mismo.
Aunque en realidad yo no creo que hacer o no hacer cosas sea ni malo ni bueno. Esos son juicios morales, y yo creo que en el fondo se trata solamente de un fenómeno glandular, de secreciones internas, de pituitaria, de tiroides. A usted le funciona mucho el sistema endocrino y está siempre agitándose como un perrito, quemando energía, moviéndose, brincando, mordiendo muebles, manos, orinando en el piso. Yo soy como una planta tranquila en su maceta, sin molestar a nadie, dedicada a placeres inocentes como la transmutación de la luz en color, que es tan difícil, del aire en flores...
-cómo se llama eso: la diálisis, la heliofilización.
Fragmentos de "Sin Remedio"
Antonio Caballero
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