Bogotá, domingos y poetas (IV)

Escobar se puso en pie también, tambaleándose. Estaba borracho. Se fue otra vez al baño. Orinó, y mientras orinaba, interrumpido el chorro una y otra vez por un hipo insistente, inventó una larga conversación imaginaria con Federico: le diré tal, me dirá cual, le responderé esto, me alegará aquello, y acabaré haciéndolo añicos con un para que vea. Usted es muy elemental, Federico. Ustedes
están meando por fuera del tiesto de la realidad colombiana. El hipo le cortaba también intermitentemente el hilo de la argumentación: era un hipo metafísico.

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- Sí, a lo mejor tenía razón. La cobardía, en el fondo, es lo contrario del amor. Lo vuelve imposible. No es que no sea posible amar al que es cobarde. Es que el cobarde es incapaz de amar.

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Bogotá es triste, sí, pero de otra manera. Una tristeza fría, de atmósfera delgada, de ciudad aplastada por el peso del cielo en lo más alto de la cordillera, en lo más lejos. Una tristeza rencorosa, torva,
de muchedumbres silenciosas que en la calle tropiezan con otras muchedumbres, como un río con el mar, bajo la lluvia. Una tristeza sórdida de buses y busetas, de semáforos muertos, de edificios a medio construir en medio de charcos amarillos, de parques de los que se han robado los columpios, de vacas pensativas que pastan al pie de las estatuas de los proceres, de basurales, de desempleados, de niños vestidos con uniforme militar. A veces, a lo sumo, un jardinero pasa en bicicleta con la máquina de cortar pasto parada en la parrilla como una cola enhiesta de ave lira.

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Ignacio ¿cómo puede vivir entre tanta suciedad? Miró el viejo desorden: los ceniceros rebosantes de colillas, los platos y las tazas, los fragmentos de frutas oxidadas, el aroma marchito de las flores en agua corrompida, el reguero de papeles escritos, arrugados, arrinconados en el piso. Era una suciedad de cosas limpias: flores, poemas, frutas.

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¿Qué? ¿Vamos? -de nuevo sonreía, burlona.
- Vamos. Es que me había quedado mirándola. Parece una modelo de revista de modas. Es una pendejada, yo sé.
- Es que soy una modelo de revista de modas. De todo lo que ha dicho hasta ahora, eso es lo único que no es una pendejada.
- Pero no necesita andar disfrazada de modelo de revista de modas -se defendió Escobar. Yo no ando por ahí disfrazado de poeta.
- Es que usted no es poeta.

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¡Mire, haga algo! ¡Su perro se está comiendo mis poemas!
- Mozart lo pone nervioso.

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Escobar se arrodilló en el piso a sus pies. Le besó la rodilla dura bajo la piel. Veía las largas piernas
desnudas y pulidas perderse en la sombra de la falda.
- Hay en el universo, más allá del sistema solar, unos lugares misteriosos que los astrónomos llaman
agujeros negros -explicó, mientras le acariciaba las piernas. Son estrellas de masa tan densa que ni siquiera su propia luz logra escapar a su fuerza de atracción y cae de vuelta en la estrella, por su propio peso. Ahora entiendo por qué usted no deslumbra, Angela, siendo tan linda: por culpa de ese agujero negro entre sus piernas.
Angela le acarició una oreja.
- Qué piropo más complicado. ¿Y así quiere usted ser poeta?

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Al cruzar cada bocacalle tenía que volver sobre sus pasos para cerciorarse de que no había sido atropellado por un carro, como pasa a menudo, y veía su cadáver despatarrado en el asfalto, rodeado de un corrillo de curiosos.

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Pero al cerrar los ojos contra la luz del cielo había empezado a ver colores fascinantes a través de los párpados: escarlatas, anaranjados, amarillos violentos de cromo, rosados brillantes, una lluvia de puntitos violeta. Bajo su cuerpo tendido sentía el movimiento rotatorio de la tierra, majestuoso, y al abrir los ojos veía otra vez el pausado girar de las copas de los árboles, alto y sonoro, atravesado por golondrinas como flechas. Sentía que su coxis había empezado a echar raicillas que se clavaban ávidas en el suelo, buscando la humedad, topándose con chizas y babosas, contorneando sin lucha las raíces fibrosas de los eucaliptos, enredándose con las raíces frías de la hierba. Aquello tenía una inequívoca textura de domingo.

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 Clavó en la pared los dos ojos escritos, a la altura de los ojos verdaderos de Fina, y nuevamente trató de reconstruirla en el aire. El pelo, la nariz. No le salía la nariz. A lo mejor no era buen naturalista. O a lo mejor los ojos del poema no tenían nada que ver con los de Fina. No era un buen poeta. No era nada, en el fondo. Y nunca había querido ser nada.

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Focioncito corría y daba saltos, y se ponía rojo del esfuerzo. Escobar se quedaba dormido en el jardín, mirando nubes, con la boca abierta. Su mamá decía (él la oía perfectamente, y ella sabía perfectamente que la oía):
- Yo no entiendo el carácter de este niño. Es un niño que no tiene carácter.
 Una tía ilusionada había opinado:
- Qué niño tan poético...
 Y así, a la larga, por inercia, había sido poeta, que es como no ser nada.

Niños que huían, gente que tropezaba, siguiendo a veces involuntariamente el culo de una niña entre la muchedumbre, perdiéndolo sin saber dónde, entre sus pensamientos. Compró un reloj. Se lo robaron. Vio barrenderos pensativos apoyados en su escoba, con los ojos cerrados bajo el casco naranja del municipio. Vio fotógrafos ambulantes. Nadie le tomó fotos.

Fragmentos de "Sin Remedio"
Antonio Caballero

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