Mecánica de fluidos

Tuve un sueño. Uno que me removió los órganos por dentro como no creía que fuera posible.

Estaba en un acantilado, en una selva, en una noche. El cielo estaba oscuro y el viento zarandeaba los troncos de los árboles con una fuerza únicamente atribuible o a un huracán o a un lobo feroz. Las rocas en el suelo estaban húmedas y pequeñas partículas de lluvia empezaban a asentarse en mi cara, siguiendo trayectorias sorprendentemente horizontales.

Iba con gente. Así, en abstracto. No reconocía a quien iba delante, cómo tampoco a quienes caminaban detrás, todos en fila india. Sólo sentía, aún sin verlo, que mi papá estaba conmigo en aquella ruta: En algún lugar saltaba los mismos enredados rastrojos que yo, agarrándose de las mismas babosas raíces que yo, con el mismo discreto miedo de caer al vacío que yo.

Era de noche, pero había luz. Una oscuridad luminosa. El mar que nos rodeaba estaba cada vez más embravecido, y el viento le correspondía. Nos acercábamos cada vez más al borde del precipicio. Lo teníamos al frente. Me miraba directamente a la pupila del alma, me perforada el pulmón, me ahogaba de negro profundo, me envolvía violentamente el cerebro. 

Todo el fluido de los mares del mundo estaba ahí, concentrado en un desorganizado remolino de frío y humedad. Inquieto. Estaba tan cerca que creía que mis pupilas ya estaban flotando en él, inundadas de tanta agua que era imposible concebirla. Dos globos oculares empañados eran lo único que me quedaba, pues cada uno de los otros sentidos se hallaban sumergidos debajo de millones de kilos de sal marina. El mundo, el mundo se había derretido todo, y había desaparecido de la faz de la existencia los conceptos de la tierra y de la solidez. Todo giraba dentro de una licuadora planetaria, una fuerza de succión que me reclamaba en el centro mismo de la galaxia, pues solo un agujero negro sería capaz de tal capacidad de succión.

Sabía que me acercaba directamente a mi inexorable muerte. Pero ya no estaba confinado en mi cuerpo, pues era capaz de sentir como sensaciones propias simultáneamente las corrientes oceánicas que me reclamaban y la angustia congelada en el tiempo de mi papá. Él, posiblemente más que nadie en el mundo y decididamente más que yo, entendía la inevitabilidad de la situación y la impotencia en toda su inmensidad.

Me ahogué, y no me resistí en ningún momento.




Comentarios

  1. Terrible el sueño, siento agobio al leerlo, lo categorizaría más en pesadilla...

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