Iron y París


¿Qué tan larga puede llegar a ser una hora? La hora de almuerzo es la hora más curiosa de todas. Es tan larga o tan corta, su longitud es inversamente proporcional a la compañía.

Dos cuadras y veinticinco hojas de papel mantequilla, que no se arruguen en la maleta. Tres semáforos que nunca están en verde y dos carritos de dulces. Una llamada perdida y un paquete de papas. Picantes, obvio. Otras cuatro cuadras en el sentido contrario y una banca rodeada de palomas. Y que arda la lengua, mejor, así me distraigo por lo menos. Y entonces de la nada llega Iron a olisquearme. Y luego Raúl (que no se llama Raúl, pero tiene cara de Raúl. No me dijo su nombre, por eso se quedó Raúl, Raúl) que se para allí, como si nada. 

-Buenas.
-Buenas.

De repente Iron no está. En cambio, está Paris, mucho más tranquila, mucho más paciente. 

-Son unos perros muy bonitos.
-Gracias.

Y entonces me entero que Iron y Paris son unos perros rechazados. Ambos. 

Iron fue criado como perro de policía. Lo criaron junto a otros trecientos noventa y nueve perros para que detectara explosivos o narcóticos. A estos perros los someten a once pruebas de aptitud, de las que Iron solo paso nueve. Iron fue relegado y aceptado por Raúl. 

Paris era una cachorra huérfana, de cola recién cortada cuando fue encontrada en un día de lluvia por Raúl. Abandonada o extraviada o ambas. 

-¡Paris, vaya por Iron!

Iron seguía explorando lejos, persiguiendo palomas y desenterrando helechos. Y Paris, empujándolo con el hocico, iba acercando a Iron poco a poco.

-¿Quiere dar una vuelta con nosotros?
-Tengo clase a las dos. Creo que mejor me voy apurando, no quiero llegar tarde.
-Entonces, en caso de que no volvamos a vernos...
-¡Hasta luego, que tenga buena tarde!

Todavía faltaban quince minutos. Y se me ocurrió que no quería clases, que solo quería corretear un poco con Iron mientras Paris nos miraba con sus ojos oscuros, acostada, satisfecha. 

Pero ya Raúl no estaba, y yo me encontraba anotando en mi libreta lo que estaba escrito en el tablero.

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