Adiós (?)
En algún hotel de algún país, la volvió a ver, saliendo del
ascensor al que aspiraba a entrar. Evidentemente, el último adiós no había sido
el final, y hasta cierto punto era ese el anhelo secreto de ambos: Suspiraron
de alivio.
Las palabras sobraban cuando en algún tipo de lenguaje mental y
corporal se citaron en uno de los miles de cubículos semiprivados del hotel sin
habitaciones individuales; una tarjeta y un número de cuatro cifras indicaban
el piso y el ala del edificio al que se deberían dirigir.
Ella se fue a terminar de comer su helado, el entró finalmente al
ascensor.
...
Llegó muy temprano siendo el muy impuntual. Se recostó en la cama
y se quitó la camisa, en el hotel no hacia ni calor ni frio. Todo el clima
estaba impecablemente controlado por computadores y refrigeradores. Tomó el
crucigrama de la única mesa del cubículo y se dispuso a llenarlo, aún sin
lapicero. Y esperó.
El silencio de un pasillo le informaba constantemente que ella no
llegaba. Cinco letras, transporte aéreo: Avión. Esposa de Adán, tres letras: Eva.
Añoranza de tiempos pasados: Nostalgia.
...
Finalmente, el eco de unos pasos. Ella se acercaba, no tardaría en
aparecer su cara (siempre su cara, tan fina, tan blanca, tan juguetona) por el
vano de la puerta. Diez segundos para decidir el curso de acción: ¿La saludaría
amistosamente? ¿La observaría calladamente hasta que ella dijera algo? ¿Se haría
el dormido? Cinco segundos. ¿Le reprocharía haber estado tan lejos tanto
tiempo? ¿Haría de cuenta que nada nunca pasó?
...
Lloró ese día como cuando era un niño. Lloró desconsoladamente,
lloró para desahogarse, lloró como si fuera la última vez que lloraba. Lloró de
pensar que su decisión de partir, aún sin mediar una palabra, era la última reivindicación
que necesitaba para convencerse de que nunca más estaría con ella, que su elección
estaba sólidamente fundamentada en su orgullo y dentro de su alma, que las
fisuras y las dudas que existían antes de aquella escena eran inútiles y
totalmente vacías de sentido, injustificables. Por fin entendió que tanto ella
como el habían muerto, que los muertos no se aman y que podría seguir su
existencia sin la angustiosa duda de pensar una eternidad juntos.
Ella no lloró. Tenía rabia, mucha rabia. Odio. Y le gustaba. De
esta manera, estaba segura que nunca iba a tener ganas de volver a verlo. Le
dio los motivos para finalmente desecharlo de su vida, y ella no podía estar más
agradecida. Se liberó de una responsabilidad y de una carga, suspiró y, con una
terrible sed, se terminó de beber su cerveza alemana en un bar de Budapest (¿Cómo
había llegado ella a Budapest?).
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