Laura y el multiverso
A Laura la conocí en un arrebato de orgullo.
Había decidido ir a plantar árboles solo, en medio de una ligera llovizna que convenientemente camuflaba el par de lágrimas que era torpemente incapaz de contener dentro de las cuencas de mis ojos. Lo curioso es que sistemáticamente he comprobado como las decisiones más viscerales que he tomado en la vida son frecuentemente el producto más lúcido de mi mente.
Allí en el parque donde nos encontramos había un gran grupo de gente relacionada con la universidad de la que en ese momento yo hacía parte, compuesto a su vez de subgrupos más pequeños pero previamente conformados: Amigos, parejas, profesores, primos. Solo yo llegaba solo. A cada uno nos dieron una camiseta blanca con la leyenda "día del ambiente" estampada en ella, descuidadamente envuelta en una bolsa plástica transparente. La idea en principio era caminar por las calles de la ciudad en compañía de operarios del jardín botánico, haciendo parte del reverdecimiento urbano de la zona. ¿Qué podía salir mal?
Cada tantos metros, en los espacios vacíos designados dentro de los andenes para el arbolado urbano, nos parábamos pala en mano para cavar un hoyo en el que cupieran las decenas de liquidámbares que plantaríamos ese día. Recuerdo cómo me sorprendía la tierra: Cavarla era terapéutico, su consistencia era como la de las migajas de la torta negra y al agregarle agua no se transformaba en barro. Una vez abierto el agujero, se introducía el retoño de árbol dentro y se cubría nuevamente con esa tierra negra de repostería. Finalmente, se escribía en una tira blanca de tela el nombre del nuevo integrante del andén y se amarraba a su tronco.
Laura, aun antes de ser Laura, me gustó. Como tantas otras antes que ella, como tantas personas en el bus, o en la plaza, o en la tienda. Pero esta vez, la excusa de plantar un árbol me permitió pasarle de vez en cuando una herramienta, o preguntarle por el nombre de sus hijos vegetales, o tomarle una foto mientras amarraba un trozo de tela. Y resultó que en el grupo de gente, compuesto a su vez de subgrupos más pequeños pero previamente conformados, nosotros dos éramos los dos únicos solitarios.
Calle a calle y poco a poco, los participantes de la actividad se fueron retirando. El grupo se fue desgranando al punto en el que solo quedamos los dos organizadores del evento, Laura y yo. ¿El premio por la consistencia? Un buñuelo y un tiquete válido para un almuerzo en la cafetería más fina de la universidad.
En retrospectiva, el curso tomado por las circunstancias dentro de la infinita ramificación posible de todos los devenires existentes no fue más que el improbable resultado del azar: Laura y yo almorzando. Así es como seguramente nacieron, nacen y seguirán naciendo las teorías que impulsan el incontenible avance de la ciencia, las hipótesis de los multiversos y el principio antrópico.
Pero la hora del almuerzo se acabó y, después de una pequeñísima despedida que no le hacía justicia a todos los efectos tangibles de mecánica cuántica de la cual habíamos sido testigos, nos fuimos. Cada uno por su lado.
Adiós, Laura, Adiós.
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