Viernes

Hay muchos tipos de plantas.

Hay unas que están despelucadas, como si hubieran sacado la cabeza mucho tiempo por la ventana de un auto que corre a mucha velocidad.

Hay unas que están derramándose. Sus hojas se desbordan como leche hervida, amenazando con mojar de verde a quien se atreva a pasar bajo su sombra.

Hay unas que dan un fruto raro, verde y resistente, como habichuelas flacas. Casi que podría meterlas en una olla con agua, sal y cebolla picada para hacer un potaje para el almuerzo.

Hay unas que no se deciden por un solo color. Son verdes a primera vista, pero se colorean de azules y de aguas marinas a medida que la distancia entre las hojas y el observador disminuye.

Hay unas que son dueñas de un nombre poético, o incluso hasta llegan a ser parte de la anatomía de un poeta. Exhiben en sus pétalos un naranja furioso y un estigma negrísimo, un núcleo del color de la noche; Son pequeñas y son vistosas, son enredables y son caóticas.

Hay unas que curan enfermedades broncorespiratorias, de florecillas menudas y blancas. Precisamente fue en pocillos con infusión de florecillas, leche y miel en los que remojé gran parte de los resfriados de mi infancia.

Hay unas que son bromistas. Cuando llueve, siembran el suelo con bolitas de pulpa resbalosa. Son diseñadoras improvisadas de pistas de patinaje y de caídas aparatosas.

Hay unas que son patológicamente sociables y que tienen una necesidad biológica de abrazarse entre si para subsistir. Que no son parásitos, sino que solo necesitan de un poquito de cariño y de compañía para no morir.

Hay unas que son elegantes, de ramas orgullosas que podrían tranquilamente sostener en cada punta una vela. No por nada les dicen candelabros.


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