EPÍLOGO, O EL ARTE DE NO SABER DECIR ADIÓS (VI)
7.
Viajé.
Fui a escalar una montaña muy alta y muy lejos de todo, y particularmente de todos. Sin señal satelital, sin agua caliente. Donde nadie me encontrara, pero, sobre todo, donde yo no encontrara a nadie. E incluso en el fin del mundo y sin venir a cuento, a medio camino entre los municipios de El Cocuy y Guacamayas, el bus en el que me transportaba se varó en la esquina de la plaza central de Panqueba. Y ahí estaba yo, a la una de la mañana, con principios de hipotermia, presenciando las fiestas decembrinas de un pueblo ajeno y desconocido, pensando en esa indescifrable relación entre la estadística, las probabilidades y las toponimias. Y este es el tipo de historias que, si no fueran reales, no existirían por ser demasiado descabelladas.
Aprovecho para organizar mis ideas. Porque creo que es importante indicar que esta carta, todo este ejercicio, es única y exclusivamente el producto de una especie de desintoxicación interna. Mi lógica es que, una vez exprese con palabras (así, en abstracto, sin necesidad de receptores ni destinatarios) todo lo que siento, será más fácil sobrellevarlo todo de manera consciente. Porque, siendo lo más claro y honesto que me es posible, de ninguna manera espero ni quiero retomar nada. No escribo con un oscuro y secreto deseo de volver a ningún estado anterior. Eso me aterra. Escribo, precisamente, para dejar ir. Escribo egoístamente, por mí y para mí. Para recrearme en la vanidosa lectura de mí mismo. Para deprimirme de manera intencional, y, creo, parcialmente controlada.
No sé si alguna ve le envíe esto a usted. Y si lo hago, supongo que será una acción meramente anecdótica. Porque este ejercicio empieza y espero sinceramente que también termine en estas páginas. Y la razón es, de verdad se lo digo, que una proporción significativa de mis días y mis noches la dedico a amarrar (¿o cortar?) todos los cabos que han quedado por ahí sueltos, de una historia que no tuvo el final que merecía. Y este es otro cabo, quizás no el más importante, pero si el más doloroso de todos: El epílogo.
Así fue que un día me terminé de leer el libro rojo de dragones que tenía pendiente, su último regalo de cumpleaños. Otro día me terminé de ver esa historia sobre unos náufragos en una isla misteriosa. En otra ocasión limpié mi habitación y, en una sola caja, cupieron las cartas, los álbumes, facturas viejas ya con la tinta transparentosa, un paquete entero de bolsas para arena de gatos y un pasaporte de entrada a un parque arqueológico. Y cada uno los guardé en un rito análogo a deshojar una margarita. Uno a uno, cada pétalo, hasta que no quedaron nada más que los pistilos y los estambres.
-Me quiere, no me quiere.
Ja.
Por eso dudo en enviárselo. Dudo porque siento que carece de sentido. No es esto el preludio de una conversación, ni una revancha, ni el deseo egoísta de pronunciar la última palabra. Ni siquiera es una carta real, en todo el sentido de la palabra. No me interesa que usted, la de carne y hueso, la lea. Es más el resultado de un ejercicio terapéutico que sostenemos yo y la imagen mental que yo proyecto de usted. Es, en todo caso, el epilogo unilateral que yo he decidido darle a una etapa de la vida: La tercera muerte de una historia que hace rato no estaba viva. Y espero que esta sea la definitiva. Porque ya es justo que descanse.
Pero contradictoriamente, también guardo la esperanza de algún día enviárselo. Porque hacerlo significaría por fin que los recuerdos me han sabido dejar tranquilo. He tratado (a lo mejor sin éxito) de lograr un equilibrio emocional en esta carta. Por eso la he tratado de escribir por partes, por días, por estados de ánimo. Vuelvo y reflexiono. Ahora espero que sí la lea, algún día. Y que a usted y a mí nos sea indiferente. Un reto cuanto menos demandante, por lo menos en mi caso, teniendo en cuenta lo mucho que me rodea su ausencia condensada en todos los pedazos de usted que aún me rodean: Cartucheras, tenis, sacos, pantalones, álbumes, marcadores, pocillos, cuadernos, chaquetas, libros, un Wii y hasta un coco.
Al final va a ser que el olvido si es un proceso progresivo de asepsia.
También he tratado de hablar en esta carta única y exclusivamente en primera persona (no me siento en la capacidad de siquiera imaginarme que ha sentido o dejado de sentir usted). Y he evitado también hablar de ese ente abstracto que éramos “nosotros”. "Nosotros" ya no somos. Porque no se imagina cuanto espero que la vida nos sonría siempre, a los dos, a usted y a mi, como individuos que no hacen parte de un conjunto. Una sonrisa amplia y generosa, cómplice, cálida y contagiosa.
Que nos sonría de la misma manera en que yo recuerdo su sonrisa.
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