Cartagena (II): Café del mar

Una ciudad que es casi humana, que es heroica y que es cruel, en donde tiran cohetes y explota la pólvora para festejar la vida de unos y las muertes de otros, que la baña la marea y la envuelve en una muralla, en donde las torres se asientan en la boca más grande y los bólidos amarillos minan su oro, donde bailan mapalé a cualquier hora del día y toda la noche.

Es esa ciudad la que es testigo de la arritmia constante de mi corazón, esa cadencia inestable que tiene cuando aquella chica de ojos rasgados sonríe o hace pucheros. Es precisa en su ser: precisamente loca, precisamente inteligente; la dosis exacta de seriedad y alegría; un día es linda pero al siguiente lo es todavía más ("su belleza tiene el efecto de una bola de nieve", recuerdo haber pensado entre ebrio de amor y borracho de alcohol).

Le hierve la sangre de vida, se inquieta y se impacienta cuando se trata de bailar. Me mata en sueños cada noche, y las muertes se acumulan porque yo nunca revivo. Pero con ella, me encanta morir. Toma lúpulo y cebada con naturalidad, pues nada es más natural que ella. Es el arquetipo de la sencillez; con su cintura en salsa de tomate, pimienta, sal y limón sazona la noche de todo hereje que tenga la osadía de atreverse a mirarla bailar. No puedo saber que pretende. En su mirada caben mil mundos que rebosan de exuberancia, fragante, dulce, vaporosa, clamorosa, cloroformo, burundanga, felicidad encapsulada, burbujas de jabón.

Es completamente ajena a la física. El espacio y el tiempo se amoldan a su ser. Es parte de sus caprichos que, por ejemplo, exista la gravedad o que los rayos del sol quemen la piel. Es una especie de diosa amante del tostón de plátano y de los limones, los malecones y los barcos de vela. No exige tributos ni sacrificios porque es consciente (omnisciente) de que cualquier ser daría su vida por su sonrisa, y con eso le basta.

Además, es completamente inmune a las picaduras de los mosquitos.

Otra noche y como tantas otras en el pasado, estoy a las puertas de un cielo que solo puedo alcanzar a vislumbrar. Suelen ser noches de posibilidades que nunca llegan a concretarse porque las posibilidades no son como el concreto: el tiempo no las termina de solidificar nunca completamente.



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