Kriptonita
Habían días en los que se despertaba de un anormal buen humor, uno que
lo vitalizaba y lo llenaba de coraje, uno que más que energizarlo, lo electrificaba.
Tanto así que cuando salía de su casa, sus movimientos no eran rectilíneos sino
bastante erráticos, pues no tenía control sobre ellos. Sus desplazamientos
dependían del magnetismo te todos los caminantes en la calle: Algunos lo
repelían como se repelen dos trozos de hierro imantado, enfrentados por el
mismo polo. Otros, en cambio, lo absorbían. Eran agujeros negros que se
tragaban el espacio y el tiempo, la luz y su atención.
Su diversión en esos días extraños consistía en contagiar con pequeños
chispazos a sus compañeros. Cuando estaban de espaldas, o dormidos, o cansados,
o enfadados, o simplemente distraídos, los tocaba y les transmitía una descarga
eléctrica, un corrientazo que los hacia saltar de su puesto y maldecir. Era
además (siempre en esos días muy raros) capaz de calentar el café y el almuerzo
con sus manos y de no sentir ni hambre ni frío: Solo mucho calor y una terrible
sed.
Un día adopto un conejo. Otro, consiguió un amigo. La semana siguiente,
una novia. Poco tiempo después fue consiente, por primera vez, de que había
perdido su chispa. Y no estaba seguro de extrañarla.
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