"Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte"



Profundamente ingenuo, dueño de una sombra alargada y solitaria. Nadie lo descubrió nunca llorando porque se guardaba las lágrimas para las tardes de lluvia, cuando aprovechaba para regar las raíces de los pinos con su alma liquida y salada.

Algunas veces solía recostarse en el pavimento con la cabeza hacia el cielo por el solo gusto de deslumbrarse con el sol, y, apoyado sobre los brazos y las manos desnudas, se tatuaba en la piel las muescas de cada una de las rocas que le servían de colchón. No le duraban los cariños, ni le alcanzaban los días, ni le sobraban los dulces. Lo único que tenía en el bolsillo para ofrecer eran sueños que nunca nadie le recibió.




Jamás pedía perdón. Cometía muchos errores, y eran de su autoría algunos de los absurdos más grandes del mundo. Sus mayores disfrutes consistían en comer con exagerada parsimonia los mangos de azúcar, olorosos, suaves, fibrosos; el untarse con su jugo la boca, las manos y el alma. La pepa, finalmente despojada de su carne, solía terminar reposada en su pecho, almibarando la camiseta y, por ósmosis, a su corazón.

A lo mejor nadie lo esperó y a nadie le hizo falta. Su presencia/ausencia era, en el mejor de los casos, solo equivalente a un par de grados centígrados más o menos en una habitación. Y si se pasaba de listo, sentía una culpa que solo aliviaba si desgastaba un rato las suelas de los zapatos mientras raspaba un poco sus cuerdas vocales, prácticamente inéditas, impecables, con olor a nuevo, interpretando canciones a medias y con las letras inventadas.




Cara de limón, su cuerpo era una piñata. Diez horas sin hambre ni sueño, sin frío. Entonces tembló de miedo. Era inmortal.



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